
Espero en la sala de urgencias de un hospital público; cuanto dolor, cuanto sufrimiento junto. A mi lado, pasan corriendo con una señora a la que llevan en brazos, el guardia de seguridad debe ayudar a cargarla, hasta yo empujo la puerta para que puedan llevarla ante el médico antes de consecuencias fatales; hay gente llorando, niños desesperados, con calor, con hambre y sed; hombres y mujeres cansados físicamente pero aún más cansados del alma, del espíritu, podría decirse que hasta de la fe, cansados de verse unos a otros sin encontrar respuestas, sin encontrar la solución que desesperados buscan entre el piso que alguna vez fue blanco y el plafón manchado de humedad insana...¿Qué pasa por la mente de todos ellos? Es difícil precisarlo, algunos hablan sobre la violencia, sobre la impunidad, otros sobre el clima cambiante, algunos sobre los riesgos del trabajo, muchos sobre la posibilidad de encontrar el peligro hasta en el propio hogar; así todos hablan indirectamente sobre la razón por la cual están en esta reunión macabra, en esta especie de purgatorio dantesco donde igual se ven quemados que heridos de bala, igual enfermos de la presión arterial que de la diabetes, igual gente que sufre en silencio que otros a gritos de dolor, hijos, padres, madres y otros parentescos que sufren al ver sufrir al ser amado mientras viajan entre el piso manchado y el plafón carcomido; en ese momento, la mayoría de las personas que esperan se hace solidaria, ahí, en esa antesala del infierno, muchos comparten el café, las palabras de aliento, el asiento, el espacio tan duramente conseguido, las anécdotas. Ya en la madrugada, los mas osados, los mas abiertos, también comparten el motivo de su visita a la sala de urgencias, el motivo oculto más bien porque los motivos últimos saltan a la vista, la mala salud tiene además el terrible hábito de ser indiscreta, se muestra plena en forma de sangre, pus, palidez, olores nauseabundos y ayes de dolor; "se cayó por unas escaleras", "se le subió el azúcar", "se puso mal de repente", "se desmayó de la impresión", "las diálisis ya no le funcionan", "le disparó un asaltante en su taxi", "chocó con sus amigos mientras venían de la playa" se cuentan unos a otros mientras se comparten remedios caseros que los médicos desprecian y adicionalmente se comparten otros datos casi inútiles que encuentran su única utilidad en llenar el silencio, en habitar lo deshabitado, en hacer un poco menos árido el páramo que es esta sala de esperas de urgencias porque poco o nada puede importarle al otro que también sufre que " mi yerno tenía un trabajo nuevo", que "apenas hace poco que dió a luz", que "acaba de terminar su licenciatura" que "comieron unas papas fritas" y otros datos similares que serán olvidados tan pronto como hayan sido dichos.
Llegan algunos, gritando, alarmando a la familia, adornando el sufrimiento producido por heridas leves pero vistosas que los médicos y enfermeras atienden mas o menos rápido para deshacerse de ellos, 'son molestos, coyones y exigentes' supongo que piensan algunos profesionales de la salud y los mandan a casa con un vendaje o un yeso mientras sus familias sonríen y hablan de 'la buena suerte o de la buena voluntad de Dios entre lo malo' o de 'que pudo ser peor'; de repente, para algunos menos afortunado la urgencia ya no lo es, porque la muerte puede ser fea y triste pero una vez alcanzada ya no tiene nada de urgente, pero se vuelve importante, más importante que el padecimiento que la produjo y entonces se oyen los lamentos, el llanto que sobrecoge, que enchina la piel, que crispa los nervios no solo por la natural -así es en la mayoría de las personas con sentido común y solidarios- empatía con el que sufre sino también por la latente posibilidad de estar en una situación semejante. El silencio se hace espeso, el aire denso, difícil de respirar; la sala de espera se convierte en velatorio, en una funeraria más triste que las otras porque ahí, unos voltean a ver a los otros pensando en la posibilidad de pasar por el mismo camino en las próximas horas y todos callan, viendo al piso y al plafón manchados mientras se hacen mil preguntas sin respuestas mientras se oye al fondo la voz de una enfermera que intenta consolar a los dolientes.
En la sala de esperas de urgencias, el tiempo transcurre con un ritmo diferente, los minutos se hacen permisivos y se toman más, mucho más que los sesenta segundos necesarios hasta el grado de convertirse en horas; el observador desde fuera, ajeno al dolor, al sufrimiento, puede ver que la sala de espera es todo movimiento: médicos sin dormir que llegan a informar y se van a toda prisa, enfermeras que corren de un lado a otro, voces altas pidiendo auxilio, gente hablando entre si sobre todo y mucho más; pero el observador desde dentro, ve a su alrededor en cámara lenta, a todos como maniquíes absurdos que adornan este escenario caótico donde no importa nada mas que las noticias propias, buenas o malas, y 'ojalá sean buenas' pensamos todos mientras dormitamos encorvados donde podemos.
No he estado en todas las salas de espera pero algo es seguro, aquí no sirve el orgullo ni el ego, ahí nadie compite por ver quien tiene más, paradójicamente aquí todos compiten por ver quien tiene menos y te haces un poco más humilde al saber que incluso tu dolor puede ser jerarquizado, priorizado mediante un cartel que va de azul a rojo según el nivel de la urgencia. "Pero si en la mañana estaba bien", "la medicina ya estaba funcionando", "pero si yo le acababa de dar de cenar", se escucha decir en los pasillos junto a otras cuestiones y reflexiones igual de interesantes, "debí ponerle más atención", "ni valía la pena que se arriesgara de esa forma", "es por años y años de malpasos" y un etcétera interminable de expresiones similares. No he estado en todas las salas de espera y tampoco he pasado por lo que muchos allí, pero algo es seguro, ahí todos hablamos sobre lo fácil que es el trámite de pasar de vivos a muertos, de sanos y felices a enfermos y desesperados; ahí la mayoría hacemos votos y promesas -religiosas o no- por 'si todo sale bien', por 'si salimos de esta', y reconocemos la fragilidad, esa, nuestra terrible fragilidad.